jueves, 19 de marzo de 2009

La historia de Leito (fragmento)


“¡Ah, caramba, otra vez la Leíto esa!", reparó para sí Gualterio Cifuentes, el capataz de La Aurora, mientras enjaezaba al burro encargado de tirar la carreta de la leche y que en breve lo conduciría al pueblo. “¿No le digo?”, murmuró el hombre, acostumbrado ya a escuchar unos alaridos de orgasmo, audibles varias fanegadas a la redonda.

Los decibeles de aquellas convulsiones superaban inclusive los gruñidos y otras manifestaciones de la perrería chandosa a su alrededor, que solía alborotarse al percibir que la escena pasional en desarrollo no correspondía a la fogosidad de dos humanidades insaciables, sino a una contienda que pudiera terminar con la muerte a mordiscos de uno o de ambos protagonistas, cuando no por estrangulamiento.
Avanzaban los días del inclemente verano de 1916 y era domingo, lo cual suponía para el mayoral darse su habitual pasada por el pueblo, adonde se movilizaba sobre aquel pollino, de nombre “Pepe”, y donde —como mandaba la costumbre dominical— le aguardarían unos contertulios provenientes de diversas veredas de La Calera, a efectos de brindar hasta el ocaso con la chicha más concentrada de la comarca.
“¿Y ahora, con quién diablos será la vaina?”, se preguntó el mayordomo, algo intrigado, al tiempo que rastreaba el paraje donde Leíto, cuyo verdadero nombre era Leonor R., acababa de sostener su encuentro furtivo de la mañana, esta vez con Leopoldo N., compañero suyo en las faenas del ordeño.
Con la mirada dispersa en el infinito azul, menuda y de rasgos indígenas, la mujer yacía jadeante y despernancada sobre el pastizal. Consumada la misión, su amante de coyuntura descansaba a un lado, en posiciòn de bruces, con la respiración agitada y con la pretina al nivel de las rodillas. De tal apremio y magnitud había sido la descarga libidinosa, que los actores de este lance no habían tenido tiempo ni siquiera de sacarse las botas, impregnadas de boñiga y lodo.
"!Qué cosita con ustedes!, ¿no?", susurró Gualterio con meneo de cabeza, ya en el lugar de los hechos, y en verdad más por tener algo que decir, que con el propósito de llamarles la atención. "¡No moleste, don Gualterio, que esta no es hora!", reclamó sin mirarlo la joven, quien, inmersa en la placidez del instante y embebida en el cielo limpio, reconoció la presencia del intruso apenas por el trueno de la voz. “¡Nadien saben con la sed que otro bebe, carajo!”, sentenció ella, todavía acezante y sin inmutarse a cerrar las piernas ni abrocharse la blusa. "¡Sí, misiá, pero usted como que bebe más de la cuenta!, ¿no es cierto?", insinuó el mayordomo, al punto de una risotada.
"Vuelvo y le digo a busté que no jorobe la pita, pos nosotros ya ordeñamos el ganado. Entonces, ¿pa'qué diantres nos menesta? ¿O cuál es la joda suya?", reparó la mujer en un amago vehemente por levantarse, a lo cual el capataz respondió sin vacilar y con dejo de sarcasmo: "¡Ninguna joda, mi doña! Sólo que han trabajado el doble, pues entre ustedes también se sacaron su propia leche. ¿O me equivoco?". Ahora el mayoral no pudo controlar un ataque de hilaridad, que derivó en un impresionante acceso de tos.

Con el correr de los segundos Leonor fue subiendo la temperatura de su reclamo y mostrando los dientes, por cierto tres de los cuales, dos arriba y uno abajo, estaban ausentes, ya por alguna golpiza de sus mayores —práctica bastante extendida en aquella época— o ya por la coz de una bestia, riesgo siempre latente en la pradera. "
Y al fin y al cabo, a busté ¿que le importa? Pos, entonces, ¡haga lo mesmo, sumercé, y no joda la gran cochina vida!", demandó luego, todavía en el suelo, presa de la bronca y reacomodándose las trenzas, que solía peinar con una solución de agua de panela y limón.

El trecho recorrido por los dos amantes al fundirse en un solo cuerpo y echar a rodar entrelazados por una leve pendiente quedaba en evidencia según centenares de flores de carretón violeta y blanco resultaron trituradas por la contundencia de aquella aplanadora de lujuria. Apagado el éxtasis y restablecidas parcialmente las energías, Leonor y Leopoldo se vieron rodeados por la celosa perrada que los olía y que ni sumando todas sus fuerzas podría alcanzar semejantes ímpetus al momento de aparearse.

Teatro de aquellos eventos era La Aurora, hacienda apacible y enorme, con un potencial hídrico y ecológico de ensueño, gracias al cual tronaban rumores de agua en toda su extensión. El sitio estaba localizado al nororiente de Bogotá, por entonces una capital todavía mezquina al desarrollo, gélida y excluyente, y aún así, tan remota al ideal de la provincia olvidada como el sueño americano de la modernidad. Los medios de locomoción a través de un par de trochas eran necesariamente el caballo, la mula y algún carricoche ocasional, cuya aparición por aquellos contornos entrañaba todo un mito diabólico para los asustadizos nativos.

Chiquito, coqueto, célibe aunque salaz, diestro jinete, desconfiado y ambicioso era el perfil del señor feudal de aquella y de otras muchas posesiones al decir de quienes le conocieron de apariencia y condición, y a quien apodaban “Remolacha” por su tez asalmonada, producto del sol, y por el subido color que adquiría cuando montaba en cólera, suerte bastante recurrente y sobre todo a la hora de meterse la mano al bolsillo.

De labios para afuera se trataba de Rafael T. Carreño, aunque, para sus adentros, los de la generación anterior lo identificaran como Rafael De Jesús Escobar, así a secas, desprovisto del apellido paterno. Motivo de murmuraciones, al parecer la diferencia estribaba en algún problema de reconocimiento, resultado, quizá, de uno de los proverbiales casos de abandono del padre a su deber natural. Era así como sin Dios ni ley, por todas las generaciones los críos no legitimados —los hijos de la chicha, según el púlpito— brotaban allí como irrumpe la maleza entre el barbecho.

Tan singular fenómeno demográfico implicó que desde 1604, cuando el oidor español Lorenzo de Terrones ordenó agrupar a los 364 indígenas de la región del Teusacá, entre la población no hubiese más nombres y costumbres que los aborígenes, y poco después, con la corrientes migratorias campesinas —en especial de Boyacá y los Llanos Orientales— que los apellidos predominantes fueran los de Alayón, Alméciga, Carreño, Carvajal, Castiblanco, Cifuentes, Escobar, García, Hernández, Ramos, Tobar o Tovar, Vanegas y Venegas. Cotejos grafológicos de rigor han establecido que los últimos apellidos nombrados sufrieron alguna metamorfósis por causas bien fortuitas: Tovar, por un desliz ortográfico del escribiente de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario hacia 1780, y Vanegas a Venegas por razones de ambigua caligrafía en el registro municipal de la época.

Con prelación al centro del país, aquellos desplazamientos campesinos fueron consecuencia de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), que arrojó más de 80.000 muertos. El conflicto fue motivado por un levantamiento civil contra el autoritarismo, la corrupción y la desastrosa política económica y social del Partido Nacionalista Conservador en el poder, razón por la cual el presidente, Manuel Antonio Sanclemente, fue depuesto en 1900. No obstante, sería sucedido por su copartidario José Manuel Marroquín, bajo cuyo mandato la nación no sólo perdió a Panamá en 1903, sino que continuó sumida en el atraso y bañada en sangre.

Como las doce tribus de Israel, aquí el carácter impulsivo de aquellos genes se encargaría de poblar el sitio, que el 16 de diciembre de 1772, de acuerdo con el tomo primero de la Notaría Segunda de Bogotá, fue fundado por don Pedro de Tovar y Buendía. Desde entonces, el habla popular refería con cierto desparpajo a la práctica del “yo con yo”, fundada en una convicción bastante proclive al incesto, según la cual “entre primo y primo, más me arrimo”, que en términos genealógicos se manifiesta en el compulsivo cruce de apellidos entre los moradores.

Hasta el sol de hoy, el lugar ha tenido varios nombres en la medida en que han venido transfiriéndose a nuevos propietarios y dividiéndose aquellos feudos. Ya en 1625 se llamaba Hacienda de La Calera, Tunsuque y Suaque, propiedad de don Pedro de Orejuela. Hacia 1665 se denominó Hacienda de La Calera y Suaque, y sus propietarios fueron los herederos del mismo ciudadano. En 1704 tomó el nombre de Hacienda de Teusacá y La Calera, patrimonio del capitán don José de Ricaurte. Y así sucesivamente hasta el presente, cuando se le conoce como el municipio de jurisdicción especial de La Calera, convertido prácticamente en una extensión del Distrito Capital.

De antaño, la economía de la región se basó en el cultivo de productos como cubios, maíz, papa, zanahorias y otros de la huerta, además de la cría de aves de corral, caballos, cabras, cerdos, ovejas y vacunos, así como de la piscicultura en materia de truchas. Otras fuentes de empleo y de sustento estaban en la explotación de la minería, gracias a que hacia 1617 un súbdito español, Ruiz Díaz de Aguilar, estableció un sistema de hornos para la producción de cal en el lugar de Teusacá. Casi tres centurias más tarde, en 1909, en el punto conocido como Siberia, se fundó la fábrica de cementos Samper.
En principio, algún conocimiento de las letras y de los números estaba reservado a los colonizadores españoles y a los visionarios foráneos empeñados en asentarse en aquellos confines. No obstante su relativa cercanía a Bogotá, por siglos la región no sólo careció de escuelas, sino tambièn de puestos de salud. La ausencia de estos últimos promovió, por ejemplo, tradiciones como las de la partera, el tegua y el sobandero, oficios forjados indefectiblemente a punta del ingenio, la necesidad y la experiencia. En semejantes condiciones de marginación social, los nativos vieron desfilar generaciones enteras sin poder acceder a dos derechos fundamentales, educación y salud, lo cual, por supuesto, acaecía mientras de consolidaba la hegemonía de los latifundistas. (Continuará)

miércoles, 18 de marzo de 2009

"Fuimos felices sin celular"





La generación de la cartilla Alegría de leer no conoció el celular.

Nuestro amigo William Trejos me envió recientemente un correo que parecía ser de esos aburridos que le remiten a uno con frecuencia y que contienen generalmente archivos de Power Point, con mensajes filosóficos, religiosos o políticos, fotos de paisajes o mensajes que nunca les dijimos al hijo al padre o a la madre.

No obstante, este que se llama “¿Te acuerdas?”, mostraba una serie de fotos de los años 60 y 70 que nos traen buenos recuerdos.

Cuando lo leí estaba acompañado de mi hijo de 10 años y entonces ese correo, me hizo evocar la forma como nos divertíamos en “nuestra época” y la diferencia tan abismal en que lo hacen hoy nuestros hijos.

Es que los niños nacidos en los últimos 10 o 15 años no pueden ni siquiera imaginar que nosotros sobrevivimos si TV a color, sin Nintendo, Play Station, X-Box, Game Boy ni el Wii. y menos internet Wi Fi de banda ancha, Google, Google Earth, ni los videos de Youtube.

Se muestran sorprendidos al saber que no podíamos bajar Ring Tones y que tampoco conocimos el Ipod, el Mp3 y menos el Mp4. No cabe en sus cabecitas la idea de que nosotros crecimos sin celular con grabadora de voz ni cámara de muchos megapixeles, y que las fotos las tomábamos con cámaras que usaban una cosa llamada rollo y que se requerían varios días para ver cómo quedaban las fotos, pues había que revelarlas. Le conté esto a mi hijo Juan David y me dijo:-¿Cómo es eso del rollo, papi, entonces las imágenes no se grababan como JPGs para bajarlas al PC cuando no se podían transferir por Bluethoot?

Hoy los niños en el bus escolar viajan oyendo la música que han bajado gratis de internet a sus reproductores musicales. Incluso, se las transfieren de un equipo a otro, como por arte de magia.

Algunos conocimos apenas el radio de transistores, en mi caso, una panela pesada a la que había que colocarle pilas grandes. Incluso alcance a conocer los radios Philips de tubos en los que oíamos programas de humor como Los Chaparrines, La escuela de doña Rita, Montecristo y el famoso Hebert Castro. Años después llegó la TV en blanco y negro, pero no era fácil tener ese lujo.


El TV, empotrado en un mueble con patas, estaba ubicado en la sala, no en los cuartos y había solo uno, por lo cual la familia se reunía todos los días. Hoy el chino se encierra en su cuarto a ver Cartoon Networks y 120 canales más y no sale ni a comer.

Recuerdo además cómo nos divertíamos viendo Hechizada, Bonanza, Mi bella genio, Misión imposible, más tarde: Yo y Tu, Don chinche, El Show de Jimmy, Concéntrese…

Mi hijo me pregunta si la pasábamos aburridos sin Internet y no se explica cómo diablos podíamos comunicarnos con nuestros amigos y amigas sin poder utilizar Face Book ni poder chatear o emplear el correo electrónico o los mensajes de texto de los celulares.


Como lo vi con cara de pesar conmigo por mi triste infancia sin la tecnología, traté de explicarle que realmente la pasamos muy bueno en la infancia sin los aparatos tecnológicos de hoy. Empecé por contarle que cuando éramos chiquitos los juguetes no venían de la China y generalmente no tenían pilas. Por supuesto no existían los Power Rangers, nos tocó jugar con soldaditos de plomo y luego de plástico; nuestros héroes eran Supermán, Aquaman, Linterna Verde, Tarzán, El Santo, El Enmascarado de Plata.

Si nuestros padres no tenían recursos, nosotros hacíamos los juguetes, tallando madera, con palos, con tarros, tapas de gaseosa que aplastábamos. Si no teníamos para comprar los balones de cuero o las pelotas de letras, con trapos hacíamos las pelotas para el picadito y con el palo de escoba el caballito. Nuestra ilusión era tener un par de pistolas de fulminantes plateadas con cartuchera como las del Llanero Solitario o las de Roy Rogers.

Los carritos eran de madera o de hojalata y las muñecas no decían mamá, ni hacían pipí. Ni siquiera tenían un marido llamado Kent ni ellas se llamaban Barby, pero sus ojitos si se cerraban al moverlas. Eran de plástico duro y si se le caía un bracito o una patica. Era un camello volver a encajarlos.

Cogíamos las tapas de gaseosa las rellenábamos de cera, le poníamos un número de almanaque y un pedazo de vidrio y ya teníamos un vehículo para jugar a la vuelta a Colombia sobre los andenes o pintando en la calle con tiza una pista...

Un cajón sobrante, unas tuercas, puntillas, tres o cuatro balineras y ya teníamos un veloz vehículo para lanzarnos desde la calle más empinada sin casco. El freno era un pedazo de llanta que se pegaba con puntillas a este “carro esferado”. En el plano teníamos al amigo que nos empujaba.¿Recuerdan el juego de los cinco huecos o la mayor pared?

En la droguería comprábamos las bolitas de cristal (canicas) o en la escuela, para jugarlas en el recreo. Teníamos que aprender a lanzarlas con los dedos para sacar del cuadro la mayor cantidad de las del retador.

Si acaso nuestros padres tenían modos, podíamos aspirar a un triciclo o a una bicicleta con guardafangos. El casco no lo conocimos, pero pocas veces nos rajamos la cabeza.Si no podíamos tener cicla entonces a echar aro!. En los monta-llantas buscábamos los aros que los sacaban del circulo interior de las llantas viejas y apostábamos carreras haciéndolos rodar empujándolos con un palito.

Jugábamos con nuestros trompos de madera durante horas y nos divertíamos mucho. Mi hijo tiene un trompo de plástico y no entendió cuando le dije que el juego en esa época consistía en retar al competidor “picando una calle”, una especie de carrera de varios metros empujando un trompo. Quien perdía se arriesgaba a que su trompo quedara destrozado por un “seco alemán” que consistía en tirarle encima una gran piedra.

Mientras, las niñas jugaban con sus ollitas de plástico, pintaban la golosa, o se divertían con el juego de Jazz o saltando lazo, o con nosotros a las escondidas, sin el menor peligro pues esa vaina del sexo ni se nos pasaba por la cabeza.
Nuestras armas eran las caucheras y los bodoques. Nos divertíamos jugando a vaqueros e indios y armábamos refugios.Cuando teníamos sed nos tomábamos una KolCana, una Kiss de uva, Lux naranja, una Kola Román o una Lux Kola.

Las fiestas eran en la casa de alguien al ritmo de Marcos Rayo, Lucho Bermúdez, Los Graduados o los Corraleros del Majagual, pues no había discotecas, ni mini- tecas. La música era con discos de acetato que se hacían sonar en las radiolas de aguja. Como no había grandes centros comerciales con cinemas un buen sitio de encuentro eran los Cream Helado.

Nuestro anhelo era que los domingos nos llevaran a cine a los matinales a ver la última película de Tarzán, El Rey de la Selva; además podíamos cambiar las monas del álbum para participar en rifas de balones y ciclas que nunca ganánamos, o cambiar cuentos de Supermán, o El Santo.

Hasta nos divertíamos con papá, mamá y hermanos armando rompecabezas de cartón, o jugando parqués. Cuando nos cogía la noche jugando en la calle nuestra mamá no nos marcaba al celular, solo salía a la ventana y gritaba: “¡Niños, entren ya a comer!". No había mayor peligro en la calle pues había un policía en el parque, hoy seguramente no dejamos salir a los niños si está el policía en el parque. Ni se diga la emoción que nos causaba oír gritar a Carlos Arturo Rueda C. transmitiendo la Vuelta a Colombia.

¡Huy!, casi se me olvida contarle a Juan David que cuando salió el Yoyo Russell de Coca-Cola durábamos horas completas entrenando el perrito paseador la torre Eiffel, o el perrito mordelón. Parece que no me creyó mucho sobre lo felices que fuimos en la infancia. Lo único en lo que sí le noté la envidia a mi hijo fue cuando le conté que solo estudiábamos medio día y que las tareas eran muy pocas; lo más tedioso era adelantar los cuadernos y hacerle los dibujitos. No me podía creer. Le conté además que nunca nos pedían hacer maquetas, carteleras ni trabajos largos en los que tocaba investigar, por lo que nuestros papás nunca se trasnocharon por eso.

-Así si me cambiaría de época con una máquina del tiempo, me dijo, pero me llevaría mi Play Station.

Bogotá, octubre 12 de 2008

Tomado de CicloBR, Club de Ciclismo del Banco de la República.